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EL BIEN-ESTAR

EL BIEN-ESTAR

Me desperté con un rayo de luz en la cara. El saco de dormir estaba calentito y desde allí me asomé con cuidado para apreciar mi entorno. El silencio era absoluto y partículas de polvo bailaban suspendidas en el aire. La cabaña medía unos tres metros de ancho por cinco de largo. Las paredes de ancho adobe tenían una sola puerta y una muy pequeña ventana. El techo era muy bajo pero del alto necesario para andar con comodidad. A pesar de estar a más de 4,000 metros s.n.m. curiosamente no hacía frío y había logrado –quedándome muy quieta y controlando mi respiración- dominar al corazón que se me salía literalmente por la boca. El espacio era muy acogedor. No necesitaba más. La sensación de plenitud fue absoluta.

Cuando abrí la puerta los Payachatas me saludaron. Nevados hasta donde estábamos alojando, sus cráteres gemelos contrastaban con el cielo azul añil del altiplano y eran el marco perfecto del jardín de la cabaña. Allí, rodeadas de una pirca estaban las plantas de chachacoma que el Yatiri me diera la noche anterior para soportar la puna. Más allá unas llaretas y una manada de llamas y alpacas daban vida a este paisajismo lunar encantador.

No pude dejar de pensar en que el contacto directo con la naturaleza en su forma más pura da una paz infinita, es como si todas las células de nuestro cuerpo reconocieran amablemente la luz, el verde, las piedras, la brisa, el rocío, el frío o el calor que nos brinda cada paisaje y cada estación.  Todo nuestro organismo, nuestro cuerpo y nuestro espíritu,  reconoce que está en su ambiente, se relaja, se regocija, siente el bien-estar.

El jardín no distingue edades. Lo gozamos desde el cochecito cuando fuimos guaguas, muchas veces dimos nuestros primeros pasos en él, corrimos y jugamos durante nuestra niñez. La naturaleza ayudó a que nuestra imaginación se desarrollara sin límites  y los duendes y hadas, los “malos” y los “buenos” estaban detrás de cada tronco y bajo cada piedra. Aprendimos a contar la fruta en los árboles del huerto, a contar detrás del tronco añoso mientras la primada se escondía, a contar los minutos que faltaban para que llegara el pololo, a contarles cuentos a nuestros hijos y a contar historias a nuestros nietos en el jardín. Las matas de romero fueron nuestras cómplices en los primeros pololeos y también en las largas conversaciones con las amigas.  Festejamos cumpleaños inolvidables, matrimonios y bautizos. Vimos de repente un día como aquella semillita que plantamos con la mamá en el invernadero, es hoy una tremenda encina o un añoso manzano bajo cuya sombra descansamos. Seguimos plantando con nuestros hijos y los nietos en un afán natural de eternidad, de ser inmortales.

No puedo hacer lo mismo que hacía hace treinta años atrás cuando con chuzo y picota hice mi primer jardín. Pero sigo trabajando en él con entusiasmo y gozando de la experiencia que he acumulado durante mis años de jardinera.  Y a pesar de mis achaques sigo conquistando espacios y rincones, sigo disfrutando el tener la tierra entre mis manos y siento que sigo aportando a que este mundo sea uno mejor, dando vida a través de mis plantas, dejando un legado de bien-estar para las futuras generaciones.

Un abrazo desde el jardín,

Marie Arana-Urioste

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